¿Hay algo bueno?

Mi amigo Pedro me dice que no ha conseguido leer aún en este blog ninguna entrada que se refiera a algún aspecto positivo de la universidad. Y lleva razón, entre otras cosas porque no era nuestro objetivo ensalzar lo bueno, sino denunciar la deriva que está llevando a nuestra universidad en particular, y al sistema educativo en general, al desastre. Pero como Pedro insiste y me pregunta si es que no hay nada bueno en nuestra institución, recojo el guante y le contesto, públicamente, que por supuesto que sí.

Lo mejor, con diferencia, que tiene nuestra universidad son personas. Tenemos personal de administración y servicios que desarrolla su labor con profesionalidad y amabilidad, prestando un apoyo imprescindible a las actividades docente e investigadora. Profesores entregados a su actividad docente, que ponen su empeño cada día en mejorar sus clases y apoyar a sus alumnos en su aprendizaje, que no desesperan ante el desorbitado tamaño de algunos grupos y que inventan nuevas formas de llevar los planes de estudio a buen puerto. Investigadores que quieren contribuir, en la medida de sus posibilidades (que no siempre son muchas), al bienestar de la humanidad y del planeta en general, y que llevan su actividad más lejos que las frías cifras de número de publicaciones y similares. Personas, en definitiva, de altísima talla personal y profesional. Claro que hay también gestores que, más allá de la oscura política de pasillos, dedican su tiempo y esfuerzo a mejorar las condiciones en las que todos desarrollamos nuestra labor. Y, por supuesto, tenemos buenos alumnos. Alumnos que trabajan duramente, que dedican mucho tiempo al estudio, que son conscientes del inmenso privilegio que supone poder estudiar en una universidad pública y que son, por lo tanto, conscientes también de su responsabilidad con la sociedad.

Obviamente, como en cualquier sitio, también hay lo contrario. Malos profesionales y malos alumnos. En las manos de todos está el conseguir que los buenos profesionales no terminen aburridos al comprobar cómo los malos progresan igual o mejor que ellos, y vayan poco a poco perdiendo empuje y entusiasmo (música que, probablemente, le sonará a cualquiera que trabaje en el sector público), y el conseguir también que los buenos alumnos reciban la formación que merecen y que tienen capacidad de adquirir, en vez de tener que conformarse tan sólo con lo que los malos alumnos demandan, que es un título devaluado conseguido con el mínimo esfuerzo.